Es difícil decir lo que quiero decir
es penoso negar lo que quiero negar

mejor no lo digo
mejor no lo niego.

Mario Benedetti. "EL PUSILÁNIME",
de "El olvido está lleno de memoria".

sábado, 3 de abril de 2021

Ya no pareces el atardecer

 Allí, al fondo, ya casi no pareces

el atardecer.

Tampoco soy yo mis restos,

he crecido de ancho y de largo,

he encogido para adentro.

Pero no rehuyo tu mirada,

ni siquiera me ha rozado de soslayo.

Somos dos desconocidos

que nunca llegaron a saber 

en realidad nada del otro. 

Miro atrás y no me reconozco,

no me veo a mí en nosotros.

Me recitaste gris a sangre fía, 

directo a los ojos, 

pero no fue bastante para la vida,

fuimos solo dos muñecos rotos

que a golpe de poesía 

creían arreglarlo todo.


Eres, con gran diferencia, 

al que menos he llorado,

al que menos he querido,

el que más me ha fallado

en todos los aspectos.

No me cuesta ser digna si te veo,

no me cuesta mantenerme fría si te miro.

Te veo y no sé quién eres,

te miro y no sé a qué viniste,

busco y no encuentro nada

con lo que gracias a ti

yo me haya agrandado.


Y es que allí, al fondo, ya casi no pareces 

el atardecer.

Y aquí delante, yo ya no sueño

con todo lo que soñaba,

ni creo en todo lo que creía,

pero no por ti.

martes, 31 de marzo de 2020

La historia de la Luna

Relato finalizado el 23 de marzo de 2000

Relato ganador del Primer Premio de Narraciones Cortas de la Villa de Fuente-Álamo, 2000.
Relato ganador del Primer Premio de Narrativa del IES Juan Carlos I, Murcia, 2002.



Cuentan que lo que hoy es la Luna, un astro que refleja la luz del Sol, fue hace miles y miles de años un castillo hecho de oro blanco, plata y diamantes. Quizá por eso dicen algunos que lo que refleja los rayos del Sol son precisamente esos diamantes, y que los cráteres eran lagos donde se bañaba la Luna.

Hace mucho tiempo oí decir que la Luna era una mujer hermosísima, de ojos claros y cabello oscuro, un cabello plagado de estrellas. Cuentan que al morir la Luna, ese cabello se convirtió en la Noche.
Iba la Luna siempre vestida de blanco, y a todos irradiaba confianza y seguridad.
La Luna vivía en el castillo de oro blanco , plata y diamantes, en un lugar más arriba de las nubes, cerca de las estrellas. Muchos cuentan que sólo había dos formas de llegar a él: una era subiendo en un carro de estrellas tirado por dos cometas. Taronte era el conductor de este carro, y nadie era capaz de conducirlo excepto él, ya que sólo a él obedecían las estrellas.
La otra forma de acceder al castillo era montar en el barco de Caronte, un barco que surcaba los mares de la Noche, esquivando las estrellas. Tampoco era posible acceder a este barco sin permiso de Caronte, ya que sólo a él respetaba.

Puede decirse que aquí comienza esta historia. Nadie sabe si lo que voy a narrar es cierto. Puede ser fruto de mi imaginación y puede no serlo, pero, ¿Es eso importante?. Lo único que sé es que el amor, el dolor y el sufrimiento son tan reales como la Luna.

Ya hacía mucho tiempo que la Luna amaba calladamente al Sol. Lo veía tan distinto...Todo en él eran destellos de luz y calor. En cambio, ella no era más que una mujer triste y solitaria.
Era conocido en todo el firmamento que el Sol tenía una amante. La llamaban la Estrella Polar, y se consideraba afortunado a aquel que la hubiera visto. Decíase de ella que era la estrella más hermosa que jamás existió, y que era capaz de curar cualquier dolencia con sólo lanzar su fogosa mirada, con sólo mirar con sus ojos de fuego.
La Luna lloraba en silencio. Se sentía rota, y desde ese momento se encerró en su castillo con la intención de no salir jamás.

Antes de que la Estrella Polar entrara en escena, la Luna solía estar con el Sol. Juntos visitaban a sus amigos, iban juntos a cazar estrellas... Eran dos almas gemelas unidas por los gruesos lazos de la amistad.
Ella era feliz porque había encontrado en el Sol a un dios, a un ser perfecto y puro al que idolatrar, un hombre al que seguir por los caminos de la vida y, quizá, de la muerte.
Para el Sol , ella era la mejor amiga que podía desear. Pero todos los sentimientos del Sol para con la Luna se recogían en cinco dolorosas letras: una amiga.
Muchas veces iba el Sol clandestinamente al castillo de la Luna, desoyendo los consejos de su madre la Galaxia y de su padre el Cosmos, y le contaba a la Luna todos los secretos del cielo. Le contaba por qué las nubes lloraban, explicándole el ciclo del agua. Entre otras cosas, solía contarle cuál era su papel en la corte celestial.
-Yo soy el príncipe del cielo,-decía,-y tú eres la doctora, porque tienes el don de curar todos los males del alma. Cuando yo sea rey, tú estarás a mi lado, y así yo nunca me encontraré mal.
En esos momentos la Luna se sentía muy feliz. Se sentía mágica, y mostraba a los mortales su castillo con todo su esplendor. Era en esos momentos cuando se producía la Luna Llena.
A veces era ella la que visitaba al Sol. Se montaba en su carro estrellado, conducido por Taronte, y se detenía frente al castillo del Sol.
Era este castillo mucho más grande que el de la Luna. Estaba hecho de oro, un oro traído desde el lejano cielo de Orión, y en él vivía toda la corte celestial. Era famoso por estar rodeado de un espeso y enorme bosque de fuego, un bosque imposible de atravesar sin la ayuda de Aquileo, el gigante guardián del Castillo Dorado.
Como la Luna iba frecuentemente al castillo, era conocida por Aquileo, que siempre la ayudaba a cruzar el bosque de fuego.
El Sol se ponía muy contento, y permanecía junto a la Luna todo el tiempo.

Pero cada día eran más escasas esas visitas, y, como era de esperar, acabó llegando el día en que el Sol dejó de ver a la Luna.
Ella no entendía este repentino cambio de actitud. “¿Qué he hecho mal?”, pensaba la pobre Luna. “¿Acaso mi torpe ignorancia le ha molestado? Soy una estúpida. Es lógico que él me rechace. Hablar conmigo debe ser una tortura, un insulto a su brillante inteligencia.”
Sin duda la Luna se subestimaba. Comenzó a creer que era tonta e inútil, y eso la fue consumiendo. “¿Por qué no viene a verme?¿Tan pronto ha olvidado los ojos de cielo que tanto admiraba en mí?¿Es una amistad de años tan frágil como para desvanecerse en un sólo instante?”. Éstas y otras preguntas la atormentaban cada día , haciéndola frágil y pesimista.

La Luna lo comprendió todo cuando el Sol la invitó a un banquete real.
Caronte la llevó en su barca de oro hasta el castillo de fuego. Allí la esperaba Aquileo, que la ayudó a cruzar el bosque. “¡Cuánto tiempo, señorita¡”, la saludó Aquileo. “¡Cuánto tiempo hacía que yo no veía una cara tan hermosa como la de usted!”.
En esa fiesta se reunió casi toda la corte celestial. Las sirenas cantaban en sus burbujas de mar, y todo el mundo bailaba y reía sin cesar. Todos menos la dulce Luna, que se sentó en un rincón, dispuesta a rechazar cualquier tipo de acercamiento que intentara llevar a cabo cierta mujer de ojos verdes, de aquella mujer conocida como la Alegría.
Cuando todos estaban eufóricos, (en parte gracias al magnífico vino), el rey Cosmos se levantó y dijo:

-Queridos hijos e hijas de mis dominios y de mi corazón, tengo el placer de comunicaros que mi amado hijo, el Sol, ha decidido pedir en matrimonio a la más linda estrella de todo mi vasto reino: la Estrella Polar.

El Sol se levantó, cogió de la mano a la bellísima Estrella Polar y la sacó a bailar. Todo el mundo siguió su ejemplo. Todos menos la pobre Luna.
La Luna se dirigió hacia la puerta. Sabía que si la cruzaba  y salía del castillo, jamás volvería. Pero ya nada se le había perdido en aquel lugar. “No me gusta estar donde no hago falta”, pensó.
Ya se iba, cuando el Sol la vio y se dirigió a ella.

-¡Hola, Luna !¿Sabes que cada día estás más guapa?-dijo. -De verdad me alegro de que hayas venido. No habría sido todo tan hermoso si no hubieras venido. Me alegro de que no haya sucedido eso. Dime, Luna, ¿Qué te parece mi prometida? ¿Verdad que es preciosa?
-Sí que lo es, Sol. Es la más bonita de todo el cielo. Que seas feliz, hermano.

Cuando Caronte la llevó a su castillo de plata, oro blanco y diamantes, se encerró con la intención de no salir jamás. Privó a los humanos de la Tierra de su sonrisa, de su comprensión y de su cariño. No asistió a la boda de su amado príncipe, ni alumbró con su cálida sonrisa las oscuras y lúgubres noches.
La gente creó la luz artificial mediante la electricidad, y la sonrisa de la Luna, que antaño ayudaba a las personas, ya no fue necesaria. Por eso, entre otras cosas, la Luna cayó en el más triste olvido.
Todos la olvidaron.
Todos menos el Sol.

El Sol no era feliz en su matrimonio. La Estrella Polar era una mujer extraordinaria, pero su corazón no estaba hecho para amar. Ella era una persona muy independiente, y no permitía a nadie descorrer el velo de sus sentimientos. “Antes muerta que descubierta”, decía sonriendo. Solía irse de viaje durante muchos días. “Debo respirar, cariño”, se excusaba. “Sabes tan bien como yo que soy incapaz de estar aquí sin hacer nada. No nací para ser señora de, amor mío. Yo debo respirar libertad.”
En sus muchos viajes, el Sol se quedaba solo, solo entre una inmensidad de siervos. Solo ante sus sentimientos. Le costó dos huidas de su señora descubrir la verdad: él amaba a su Luna. Siempre la había amado. Amaba su dulzura, su alegría, su madurez, su don... Ese don que la hacía única, diferente. Ese don de salvarte de la pena con sólo unas palabras. Siempre la había amado, y por un capricho de sus estúpidos ojos todo había salido mal.

Pronto se enteró de la serena tristeza que embargaba a su Luna. Se enteró por un buen amigo de que la Luna sólo salía de su castillo por la noche.
-Suele subirse en su carro o en su barco, mi rey, y se dirige al monte del Dolor. Allí llora y llora, majestad, y arranca las estrellas de su pelo. Lo hace cada día, y los humanos se quejan de esta constante lluvia de estrellas. Pero ella sólo llora y llora. Se está volviendo loca, y está perdiendo fuerzas. Su frágil cuerpo se va volviendo transparente, y ella se niega a venir a verle, mi señor.

Era sabido que el Sol no podía salir de su castillo por la noche. Por eso encargó a una bruja del cielo de Marte una pócima que le hiciera invisible, y un día oscuro, la bruja se la entregó.
Ésa noche el Sol siguió a la Luna. La vio tan frágil y hermosa que olvidó al resto del mundo. Y pudo ver como ella lloraba. Jamás vio el Sol nada más triste que esa escena, y se marchó a su castillo. Se había acercado a ella y había podido ver que su cuerpo estaba vacío. Ya no había alma bajo su blanca piel. Y al verla así la amó más que nunca.

Una noche, volvió la Estrella Polar de uno de sus viajes. El Sol salió a su encuentro y le habló con una dureza y un desprecio infinitos, diciéndole:
-Tú has sido mi desgracia. Tú has destrozado mi vida.¡Malditos tú y el día en que te conocí!
-Pero,¿qué te he hecho yo?
-Vete. Vete donde yo no pueda verte. Te destierro al Polo Norte.¡Vete!
Y la Estrella tuvo que irse hacia su destierro. Jamás comprendió por qué había locura en los ojos de su marido.

Todas las noches iba el Sol a espiar a la Luna. Y cada noche estaba ella más delgada y pálida.
Pero una noche la encontró serena y sonriente. El Sol estaba inquieto. Cuando más oscuro estaba el cielo, una mujer vestida de negro se acercó a la Luna.

-Me alegro de que hayas venido finalmente. Te he esperado ya mucho tiempo.-dijo la Luna.
-¿Estás ya lista?
-Sí.

El Sol pudo ver como la mujer de negro desaparecía y la Luna caía al suelo sin vida.
Él cogió aquel cuerpo y lo llevó a su castillo. Se encerró con lo único que le quedaba de su amada en la torre más alta de su hogar, y allí se quedó.

Cuentan que todavía hoy está allá arriba, con el cuerpo de la Luna entre sus brazos, esperando a la mujer de negro para que le guíe por los caminos de la oscuridad, con el fin de encontrar en el reino de las luces infinitas a su único y verdadero amor: la Luna.


Cuando todos los caminos cruzan el océano

Relato finalizado en enero de 2003

Relato presentado a Ruta Quetzal2003: "Piratas y Corsarios"

 

I

Corría el año 1593, y en el trono se sentaba el aventajado hijo del rey emperador, Nuestro Señor Felipe II, soberano de Flandes, Borgoña, territorios de Italia y África, Portugal, las Américas y, sobre todo, España, temida por sus enemigos y respetada por los amigos; vista con miedo y admiración en el extranjero, pero deshaciéndose en el interior; España, la misma que se abalanzaba sin salvación posible hacia la decadencia; la todopoderosa , que gastaba toda la plata y el oro que venían desde América para financiar diversas guerras que sumían al pueblo en la más mísera pobreza. Pues no hay que olvidar que por aquella época, a la vez que el país se lamía viejas heridas, como la estrepitosa derrota de la Armada Invencible, se abrían otras nuevas, ya que España se dividía en numerosos conflictos: con Inglaterra, celosa de su poder; con los Países Bajos, rebeldes y aliados de Isabel I; con Zelanda, cansada de la hegemonía filipina; con Francia, pues nuestro rey no aceptaba que en el tono francés se sentara Enrique de Borbón, si su hija Isabel Clara Eugenia tenía mayores derechos de sucesión; y con los turcos, a los que había mantenido a raya unos años antes, en la victoria de Lepanto.
Así se encontraba España, hecha un caos, donde el pueblo apenas veía el metal americano, donde la corrupción, la marginalidad, la mendicidad o la picaresca iban cogidas de la mano. Yen este país vivía Román, un alma solitaria de los bajos fondos.

Román tenía apenas 17 años, pero ya estaba harto de recorrer en soledad las calles de aquella España maltrecha. Estaba cansado de hurtar comida y ropa a cada instante, pues apenas había en qué trabajar. Estaba aburrido de dar con sus huesos en la cárcel cada quince días, harto de recordar que no tenía familia con la que compartir las penas que aquejaban su humilde juventud... Tan sólo conocidos, pues tampoco amigos. Camaradas con los que mediar una botella de vino barato o correr alguna juerga ocasional. Nada más.
Aquel día, Román paseaba por las estrechas callejuelas de su ciudad natal. Sevilla  había crecido como la espuma desde la conquista de las Américas. Custodiaba en su seno la Casa de Contratación, la Aduana y la Lonja, y era el puerto más importante de España, puente por el que desembarcaba toda la plata americana. 
Entonces vio una pequeña multitud de gente arremolinada en torno a la puerta del ayuntamiento. Bastante intrigado, se acercó a ellos y descubrió un cartel amarillento, con el
 sello real, que colgaba de la puerta.
-¿Sabe vuestra merced leer?- preguntó a un hombre que se agitaba a su lado.
-A fe mía que no, muchacho- le respondió el hombre.
-¿Y vuestras mercedes? ¿Saben leer?- alzó la voz Román. Pero nadie contestó.
-Calla, chiquillo-, le dijo una anciana que luchaba por abrirse hueco entre el gentío.–Ahora saldrá el alguacil.
Y no se equivocaba. En unos pocos minutos apareció el oficial, que leyó el contenido del papel. Pero sólo las primeras filas lo oían, y se formó una  pequeña batalla por conseguir un puesto más cercano a la puerta, pesase a quien pesase. Tal nerviosismo y excitación había, que durante la refriega se lanzaron insultos y maldiciones por doquier. Pero el alguacil desapareció y la multitud comenzó a disolverse. Román se dirigió hacia un hombre y le cogió del brazo para que se detuviera.
-Disculpe, ¿ha oído lo que dijo el alguacil?
-Sí, muchacho. Dice que aquellos que quieran embarcarse para las Américas, para trabajar, muchacho, y estando en condiciones físicas, ¿eh?, que se apunten aquí mañana al tocar las doce, que los primeros tendrán preferencia.
-Muchas gracias, buen hombre.
-¿Te vas a embarcar, muchacho? Mira que no sabes lo que te espera...
-No lo tengo claro. He de pensarlo mejor... ¡Gracias!
Y se marchó corriendo. Por primera vez podía elegir... Se sentó en una de las mesas de la taberna que frecuentaba. No en vano dormía en uno de sus mugrientos cuartuchos...
Con un vaso de vino añejo entre sus manos, pensó. Pensó que no tenía nada que perder, que en América podría ganar mucho dinero y quedarse ahí como burgués propietario de grandes tierras, o regresar a España y montar un buen negocio. Aquí seguiría siendo Román el huérfano, Román el ladronzuelo. Aquí volvería una y otra vez a la cárcel, no sería nadie, no tenía nada... Todos los caminos cruzaban el Océano.
Y a la mañana siguiente, al tocar las doce, Román se encontraba el primero de una larga fila de jóvenes como él, y de hombres fracasados, y de clérigos moralizadores, y de ex mercenarios, y de padres cuyos hijos y esposas, llorando, les observaban. Adiós, querida España.




II
Sir Thomas Blake era el capitán de un imponente galeón pirata, The Warrior. Sería costoso averiguar cuántos años llevaba en ese barco, primero como corsario, luego como pirata, más tarde como capitán. Dueño y señor de cuanto le rodeaba, de su propio destino, de su propia vida. ¿En cuántas monedas andaría ya su cabeza? Seguro que su retrato colgaba hasta del mismísimo cuarto de su majestad la reina Isabel I de Inglaterra, aquella a la que sirvió hacía años, aquella a quien ya no debía su lealtad.

Tenía 16 años cuando entró a las órdenes de Sir Robin Walls, un burgués londinense bastante acaudalado cuyo único objetivo era enriquecerse aún más. Tras meditar mucho, decidió que lo más rentable era dedicarse al corso, aunque para ello tuviera que armar su preciado barco. Además, era bien sabido la predilección que mostraba la reina hacia todos aquellos caballeros que la ayudaban en la lucha contra la todopoderosa España. Por eso no le costó mucho trabajo conseguir la licencia deseada  para ejercer como corsario, y aunque tuvo que gastar gran parte de sus ahorros armando el buque, las promesas del oro español le motivaban a seguir gastando.
Fue cuestión de pocos meses que Sir Robin Walls  se echara a la mar con una ambición sin límites, un barco armado como un fuerte en pleno asedio y un papel valiosísimo escondido en el camarote. En su tripulación, un huérfano de 16 años, el pequeño Thomy Blake.
Todavía recordaba sus años como corsario, las muchas capturas, y el cuidado que habían de llevar para que el capitán permaneciese vivo, pues por cuestiones legales, tenía que presentarse ante un tribunal para que éste decidiera si su barco había sido apresado en guerra justa. Si así era, podían apropiarse de todo, a excepción del Quinto, la quinta parte de las ganancias que, por edicto, debía engrosar las arcas reales.
Si la captura no se había producido en guerra justa, estarían bajo pena de, al menos, cuatro años de trabajos forzados en alguna galera.
Pero en el ejercicio del corso, bien es sabido que sólo se pueden atacar barcos que pertenezcan a países enemigos de la propia corona, y a Sir Robin Walls cada vez se le antojaba mas difícil resistirse a la tentación. Además, llevaba un tiempo observando que no le resultaba rentable lo que hacía, después del gasto de armar el barco, y de lo excesivo de entregar un quinto por cada barco. Así que decidió decir goodbye a la reina, y se declaró capitán pirata. Izó la bandera negra en su imponente mástil y se sentó en el camarote, asustado. Le esperaba una vida en constante vigilancia. Ahora, tanto él como su tripulación estaban al margen de la ley.
Pero pocas preocupaciones le esperaban a Sir Robin Walls, pues apenas tres años después estalló un motín en su barco, y su cadáver fue arrojado por la borda. El motín había sido instigado por un joven muy astuto, con don de palabra e iniciativa, querido por todos, un joven de ideas claras que se alzó como capitán. Un joven llamado Thomas Blake.
Y ahora estaba allí. Todos le respetaban, pues sabía mantener el orden. Autoridad sin derivar en autoritarismo. Y si alguna chispa de motín se había encendido alguna vez, con igual facilidad se había apagado.
Era inmensamente rico, y uno de los piratas más buscados, pues sus cañones no diferenciaban nación alguna.
Ahora estaba en alta mar, después de haber pasado una temporada en su caladero secreto, en la peligrosa isla de la Tortuga.
Era una isla conocida por ser guarida de filibusteros, bucaneros y piratas. Guardábanse aquellos que portaban algo de valor de pasar si quiera a kilómetros de distancia, tal era el temor que sentían. Había sido descubierta hacia 1499 por Alonso de Ojeda, y aunque tuviera otro nombre, todos la conocían como La Tortuga por la abundancia de tortugas marinas en sus costas.
 Tenía allí buenos colegas, compañeros de oficio, quizá algún amigo. Pero los piratas, filibusteros y bucaneros no suelen  guiarse por amistades. No ponían reparos al robarse las presas o , llegado el caso, ensartarse mutuamente en sendas espadas, entre otras cosas. Sin embargo, en ocasiones gustaban de tomar un buen trago juntos, a la luz de la luna, alumbrados por un fuego cálido, charlando animadamente sobre el transcurrir de aquel día. Y no hacía ni una semana que había estado así con su gran amigo David Blench, al cual conocía desde pequeño, cuando ambos eran niños que deambulaban solitarios por las viejas calles de Inglaterra, antes de que aquel muchacho se hiciera filibustero.
Al contrario que ellos, los piratas, que se repartían el botín de forma jerárquica, los filibusteros lo hacían en partes iguales. Era en su mayoría franceses, ingleses y holandeses, y se dedicaban por entero a combatir la hegemonía española. Se les conocía como “hermanos de la costa”, por lo mucho que la frecuentaban, aunque sólo fuera para atacarla (pues muy raramente atacaban barcos, al contrario que los bucaneros y piratas), y eran odiados a muerte por aquel que tuviera intereses españoles, pues no sólo saqueaban periódicamente las ciudades costeras, sino que también interceptaban todo el tráfico naval desde sus bases, que eran muchas, pues España, pese a ser poderosa, no podía poblar y vigilar todos los rincones del Caribe, y en ellos se ocultaban todos aquellos que tenían de qué ocultarse.
-¡Pardiez! ¡Dichosos los ojos, que os hacéis caro de ver, camarada!-, había dicho con alegría
 David Blench, en su lengua inglesa, al abrazar a su antiguo amigo en aquel último encuentro.
-He estado ocupado llenando los cementerios...-, sonrió, orgulloso, el pirata.
Y ambos se habían sentado al amor de la lumbre, bañados por la luna, mientras fumaban un poco de tabaco y comenzaban ya a notar el olor a carne ahumada que lo inundaba todo.
-Bucaneros-, se limitó a decir David Blench, dando una última calada a su cigarro.- Todavía gustan de guarecerse aquí... Y como siempre, ¡ya están chamuscando la carne!
Los bucaneros en poco se diferenciaban a los piratas, salvo en que ellos sólo atacaban dominios españoles, y muy raras veces actuaban por encargo. Se regían por unas normas, las cuales adoptarían también, más tarde, los filibusteros, cuando decidieran unirse hacia 1620 en la Cofradía de los Hermanos de la Costa. No tenían prejuicios de nacionalidad o religión, no respetaban la propiedad individual respecto a la tierra, no obligaban a hacer nada que el individuo no quisiera hacer (defendían la libertad sobre todas las cosas) y no admitían mujeres europeas. Eran los más numerosos, y solían ocupar el norte de la isla, conviviendo en armonía con los filibusteros. Y aunque también atacaban costas y buques, se sustentaban gracias a la venta de carne. Solían apoderarse de ganado español y jabalíes, secaban la carne, la ahumaban y posteriormente la asaban a la barbacoa en enormes parrillas llamas boucan (de ahí buccaneer, y posteriormente, bucanero),  la vendían a los barcos que hacían escala para conseguir más provisiones. Habían aprendido este método de los indios arawacos, y les reportaba muchos beneficios. Y aunque unos siglos después todo acabara, cuando pasaron a ser corsarios para luchar en la guerra de sucesión española, la verdad es que ahora vivían un momento de enorme esplendor.
Pero él no era amigo de permanecer mucho tiempo anclado en tierra. Él necesitaba el mar... Y por eso ahora se encontraba a mucha distancia de La Tortuga. Si las cuentas no le fallaban, según le había informado David Blench, pronto habría de pasar un barco, un enorme galeón español... Y él no tenía más que esperar pacientemente en el Canal de las Bahamas, única puerta de acceso al Caribe...



III
Román marchaba a la par nervioso e ilusionado en aquel galeón español, La Sevillana. Hacía semanas que había zarpado desde Sevilla...
Hacía muchos días que lo había dejado todo, aunque en realidad no había nada que dejar.
Román tenía facilidad para conocer gente. Por eso no le costó demasiado entablar conversación con un muchacho moreno al que ya había visto en la cola de la inscripción. Se llamaba  Diego y tenía 21 años. No era muy hablador. De hecho, solía aislarse y tocar la armónica, de la cual no se desprendía nunca. Era sevillano, como él, y trabajaba como aprendiz de carpintero.
-¿Y por qué vas a América, si ya tienes trabajo?- le preguntó bastante intrigado Román, al poco de conocerse.
-Porque no me gustaba.- Dudó entre seguir o no.-Además, el dinero no sobra en casa.
No era extraño. Teniendo  cinco hermanos... “ Una boca menos que alimentar”, supuso Román. Muchos se iban lejos cuando la comida faltaba. Sobre todo el primogénito, y según tenía entendido, Diego era el mayor. Era lo lógico, lo común, lo justo.
-Pardiez...-, fue lo único que pudo decir.
Solían hablar mucho rato. Incluso estaba aprendiendo a tocar la armónica... Conforme transcurrían los días, más inseparables se hacían, aunque Diego no era una persona demasiado extrovertida.
Les gustaba estar solos. De hecho, la tripulación del barco era bastante heterogénea. Apenas una docena de jóvenes como ellos, otra docena de hombres más curtidos, mitad padres de familia y mitad antiguos espadachines a sueldo, probablemente. Además, viajaban también unos cinco funcionarios, destinados a administrar los territorios americanos y vigilar posibles negocios fraudulentos. El resto lo componían africanos y presos destinados a realizar trabajos forzados. Y una extraña pareja: un hombre bastante mayor que iba siempre agarrado de una muchacha preciosa. A simple vista ya se notaba que eran gente de calidad...

Álvaro Alcázar, agarrado a su hija María Alcázar, miraba con ansia hacia donde el capitán le había dicho que se encontraba América. ¡Quedaba tanto todavía...!
Tenía muchas ganas de llegar al Nuevo Mundo, no sólo por vigilar sus plantaciones de azúcar, sino para comenzar una nueva vida con su hija. Estaba cansado de vivir rodeado de fantasmas. La presencia indefinida de su difunta mujer en aquella vieja casa le estaba volviendo loco. Lo sentía por su hija. La estaba llevando a la boca del lobo... Con lo buena y fuerte que era, además de muy guapa, hubiera encontrado marido con muchísima facilidad. Pero la estaba condenando a vivir entre aborígenes. Quizá algún oficial...
¡Y es que todo lo hacía por ella! Allí sería mucho más feliz y superaría, al fin, la pérdida de su madre. Sí, todo lo hacía por ella...
María Alcázar, agarrada a su padre Álvaro Alcázar, seguía con tristeza la mirada del hombre. Ya conocía su destino: cuidar de él hasta que falleciera, y algo le decía que sería muy pronto. Sólo había que observar el rostro demacrado, sus ademanes cansados o las continuas jaquecas. Se sentía muy triste e impotente observando la caída en picado de su padre. Le quería tanto... Sin él no tenía nada. Ya no le quedaba  nadie más... Su madre estaba muerta. Por eso se iban, por mucho que su padre se defendiera diciendo que lo hacía por ella. En realidad huían de los recuerdos... Y si su padre moría, ella se quedaría sola en un mundo del que no conocía nada, salvo que tenía una de las plantaciones de azúcar más ricas y vastas de todo el continente. Sola, rodeada de aborígenes que apenas conocían su lengua...
Habría sido tan feliz en Madrid... Toda una burguesa, muy rica, que recibía presentes del marqués de Robles, al que apenas había visto un par de veces, pero que  guardaba en secreto la esperanza de hacerla su esposa, esperanza truncada por las alucinaciones de  su padre, que desde la muerte de su esposa ya no podía vivir en aquella casa, ni en aquella ciudad, ni en ningún otro lugar...
María miró a su padre con tristeza. Algo le decía que aquel viaje sólo le traería infelicidad...
Se tocó el anillo que llevaba en el dedo anular. Era el sello de su padre. Si él moría, sólo con enseñarlo todos sabrían quién era ella, y todas las plantaciones de su padre pasarían a ser suyas. Si moría...
Si moría antes de llegar a Tierra.

Por las noches, la tripulación solía reunirse en cubierta. Todos, a excepción de los presos y africanos, que permanecían encerrados para mayor seguridad, y de los funcionarios, que solían visitar los aposentos del capitán, ya que gustaban de conversaciones más complejas.
Entre litros de vino, comían cítricos, pues nada hay mejor para evitar el escorbuto, que a tantos marineros se ha llevado por delante a lo largo de los tiempos, y charlaban amigablemente. Las conversaciones solían girar en torno a las piratas y corsarios, pues era un tema demasiado evidente como para esconderlo. En un barco en alta mar los tabúes no existen...
-A fe mía que todavía hemos de encontrarnos con esos hijos de Satanás llamados ingleses por llamarse algo...-, dijo aquella noche un hombre bastante ebrio.
- ¡Que Dios nos asista! Desde que se aliaron con el diablo para derrotarnos en la Armada Invencible se están confiando. Le están echando valor esos herejes... ¡Hemos de hacerles entrar en razón a base de estocadas!- dijo el pobre hombre, tocando su espada, pero demasiado borracho para poder sacarla.
-¡Eso! ¡A las barbas de España no se sube nadie, y menos un desertor de la verdadera fe...!-, remató un tercero, bastante lúcido.
Este tipo de conversaciones se repetían cada noche. Todos sabían que España era un cebo demasiado deseado por piratas y corsarios ingleses y franceses. Muchos de los barcos que zarpaban no regresaban nunca. Era absurdo no hablar de ello, como si por eso el problema dejara de existir...Todos sabían lo que podía pasar. Todos rezaban cada noche para que no pasara, para que aquel océano les mantuviese a salvo...
Diego y Román escuchaban las charlas en silencio, preocupados. Si bien no entendían de política, más de una vez habían oído relatos allá en España, pero apenas conocían la mitad. En el mes que llevaban de viaje se habían enterado de muchas más cosas. ¿Cómo si no hubieran sabido, por ejemplo, que Jean François de la Roque, señor de Roberval, había asolado Santa Marta hacia 1543, y un año después saqueaba toda Cartagena de Indias?
-Y el hideputa del Florentino, camarada, ¿qué me dice vuestra merced de él?-, comentaba uno de los oficiales.- ¿Qué me dice de semejante bastardo, que osó abordar el barco donde viajaba el tesoro de Monctezuma? 
-¡Voto a Dios que ya no me acordaba! Pero creo recordar que lo capturó a mucha honra un español...-, dijo el otro oficial.
-¡Vive Dios que sí! Malditos ladrones... Ladrones del mar, eso es lo que son...
Y así transcurría el viaje. Román y Diego tocando la armónica, María y su padre contando los días que les quedaban para salir de allí, Diego y María mirándose demasiado para ser mera curiosidad. Porque Román venía observando la atención que aquella señorita, a la que apenas veían una vez o dos al día, siempre agarrada de su padre, despertaba en su amigo. Cada vez que pasaba por enfrente, inconscientemente, Diego dejaba de hablar, o de tocar, y la miraba hasta que desaparecía. Ya no recordaba ni lo que estaban hablando... Y ella lo mismo. Dejaba de escuchar a su padre y le miraba hasta que se daba cuenta de su descaro. Ambos totalmente colorados y avergonzados al apartar los ojos del otro.
Y Román, que siempre había sido en extremo enamoradizo, aunque nunca hubiese cuajado nada con ninguna moza, reconocía los síntomas. Aquellos jóvenes se estaban enamorando... Sonrió al verlos. Debían darse prisa, pues el barco atracaría muy pronto y habrían de separase.
-Lo que ha de ocurrir en América, sólo Dios lo sabe-, se dijo para sí.



IV
Pese a lo avanzado de la fecha en la que se encontraban, ese día había una niebla inusual, demasiado densa, que apenas permitía ver la mano a un palmo de la cara. Por eso los vigías no divisaron aquel barco hasta que se encontró muy cerca
-¡Barco a la vista!-, gritó uno de los vigías, sacando a la nave de su ensoñación.
El Capitán salió de su camarote, donde revisaba posibles rutas en viejos mapas.
-¿Qué barco es, oficial?-, preguntó, temeroso, el hombre.
- No lo sé, capitán. No lleva izada la bandera...
Aquellos que en ese momento se encontraban en cubierta, se acercaron lentamente al capitán. En el fondo tenían sospechas, y aunque el barco comenzaba a girar en dirección contraria a los visitantes, el galeón vecino se acercaba inexorablemente hacia ellos. Entonces tronó un cañón, y una bandera negra con una calavera blanca sobre dos tibias cruzadas se izó en un mástil manchado de sangre. Ya sólo cabía rezar...
-Que Dios nos ampare...- susurró el capitán.

Román observaba con aparente indiferencia la fila de piratas que se extendía, armada hasta los dientes, a lo largo de la cubierta. No se atrevía a mirar el suelo. Ya sabía lo que encontraría si lo hacía: rostros conocidos, ensartados en viejas pero afiladas espadas. Diego estaba a su lado, a salvo, como él, como la mayoría de los jóvenes y ex mercenarios , así como algún africano recio y fuerte, o la propietaria de aquel llanto que se clavaba cual saeta envenenada en lo más profundo de la mente, haciéndola temblar. Todos los oficiales yacían muertos, y el capitán, y los pobres hombres que no habían sabido defenderse, y los oficiales, y los funcionarios, y aquel padre, y aquellos africanos... Ninguno de ellos llegaría nunca a ver el sol desde la costa americana. Nunca...
El capitán se adelantó y comenzó a hablar en inglés, mientras un hombre mayor le servía de traductor.
-Maldito bastardo... Seguro que conoce el idioma.  ¡Sólo quiere recrearse!-, le susurró Diego.- Maldito sea mil veces...
Sir Thomas Blake, se llamaba. Ellos eran los supervivientes, los mejores. Pasarían a su barco. Por supuesto debían trabajar más que ninguno, y en el tiempo de prueba solía “despedir” a más de uno, pero todo dependía de ellos.
Diego se agitó furioso. El capitán se encontraba frente a María. La miraba con lujuria, mas ella sólo contemplaba cierto cadáver que permanecía en el suelo. Las lágrimas no ocultaban el odio que había en sus ojos.
-El capitán dice que la muchacha ha de ser su criada personal-, anunció el traductor.- Ahora procederemos con el trasbordo...

La Sevillana se hundió poco a poco en el mar, herida de muerte por un cañón pirata. En su interior ya sólo quedaban los cuerpos de aquellos hombres. Y en el nuevo galeón, los supervivientes y todo lo que los piratas habían conseguido desvalijar.
Román miraba impasible el hundimiento del barco. A su lado, Diego consolaba a María, aunque las palabras eran inútiles para su sufrimiento. Unas horas antes, Diego se había acercado a la muchacha, y abrazándola, le había hablado dulcemente. “Yo cuidaré de vos, mi señora”. Y ella sonrió, pues una pequeña luz se encendía en su oscuridad. Román presentía que ya nunca volverían a ser dos, pero no le importaba. Ahora no le importaba nada. Ni siquiera sabía qué iba a ser de él... Quizá estaba destinado a limpiar los suelos de aquel barco eternamente o a morir en pleno abordaje. Por primera vez desde que abandonó Sevilla, echaba de menos España.




V
Los días transcurrían monótonos en el The Warrior. Se dedicaban a limpiar, reparar cualquier desperfecto del barco, cargar de pólvora las armas, afilar espadas, puñales y dagas, armar los cañones, ayudar en la cocina, aparejar las velas, coser... Cualquier cosa les mantenía ocupados. Todo mejor que conocer a los tiburones, como ya había hecho un muchacho demasiado insolente...
María estaba al servicio exclusivo del capitán. Era odioso trabajar para aquel que había matado a su padre, pero no tenía otra opción. Además, de momento conseguía mantener al capitán a raya, aunque él se probaba continuamente en un español bastante elemental. Llevaba el sello de su padre escondido entre las faldas. No permitiría que aquel salvaje se lo arrebatara...
Dentro de todo, era privilegiada. Tenía más tiempo libre, y disfrutaba de ventajas como comer con el capitán. Pero ella no se vendía por un plato de comida, y no le ocultaba su desprecio. Ella quería estar fuera, con Diego, el cuál se ponía muy nervioso cuando María llevaba mucho tiempo en el camarote del pirata.
-Si le pone una mano encima, te juro que le reviento los sesos...-, decía continuamente.
Y Román le miraba, compasivo, porque tanto ella como él estaban enamorados, y debía ser francamente duro sentir eso en aquella situación. Apenas podían estar juntos...

En el tiempo que llevaban con los piratas, habían podido observar cómo vivían; sus hábitos, sus rutinas, sus creencias. Vestían pantalones a rayas, y llevaban varios pendientes, además de algún tatuaje del Jolly Ork, la calavera blanca sobre dos tibias cruzadas. La mayoría se colocaba un cinto de piel alrededor de la cintura. Era ahí donde guardaban varias pistolas, una pequeña hacha y algún puñal, junto con una petaca cargada de ron. El capitán, además, solía llevar un abrigo y voluminosos sombreros.
Román se fijó en que los piratas respetaban siempre dos turnos de comida: a las diez de la mañana y a las cuatro de la tarde. Si podían elegir, rechazaban mariscos y pescados, prefiriendo las comidas pesadas, como el ragout de buey o jabalí, o un salmigodes muy condimentado. Pero eso sólo era en contadas ocasiones, y para el capitán. El resto de la tripulación se alimentaba de carne de tortuga, las cuales, como Román había podido comprobar en persona, se mantenían vivas en un cuartucho cerca de la bodega, colocadas patas arriba y siendo necesario regarlas continuamente con agua de mar. Un muchacho se encargaba exclusivamente del mantenimiento de las tortugas.
De noche, se reunían a beber en cubierta. Aunque su bebida favorita era el ron, no hacían ascos a otros licores, como la tafía, lo que según le habían dicho a Román era una especie de aguardiente de caña, el arak (aguardiente de arroz), el  ponche (tafía mezclada con agua o leche de cabra, yemas de huevo y aromas), la  sangría (vino de Madeira, azúcar, limón, canela, clavo, nuez moscada y una corteza de pan tostado), o  la limonada a la inglesa (vino de Canarias con esencia de Ámbar). La afición de la tripulación a la bebida era tal que en más de una ocasión se habían levantado día y medio después con una fortísima resaca.
Lo que más le había sorprendido a Román era que los piratas, pese a luchar salvajemente en combate  y no demostrar piedad alguna, eran hombres muy creyentes. Rezaban antes de comer y al comenzar un combate. Además, los católicos cantaban el Magnificat, el Miserere y el Cántico de Zacarías, mientras que los protestantes leían capítulos de la Biblia o recitaban salmos.
El resto lo conocían gracias a María, que, durante las comidas, preguntaba cosas al capitán con el único fin de evitar que la conversación marchara hacia otros derroteros, y haciendo necesaria la presencia de un tercero, el traductor.
Ella les había contado que todo se decidía democráticamente en una asamblea, donde todos tenían el mismo voto, sin importar las jerarquías. También el capitán se escogía en la asamblea, de ahí la libertad de los piratas, que podían deponerlo o castigarlo si cometía algún error. Los castigos más comunes eran algunos azotes, la amputación de los ojos y la nariz, la ejecución o el marooning, consistente en abandonar al condenado en una isla desierta, con una botella de agua, un saquito de pólvora y un arma.
También les había dicho la muchacha que después del combate se estipulaban las recompensas y premios que habrían de recibir los heridos o mutilados de algún miembro, ordenando generalmente seiscientos escudos por la pérdida del brazo derecho, quinientos por el izquierdo, también quinientos por la pierna derecha y cuatrocientos por la izquierda, doscientos por un pie, cien por un ojo y otros cien por un dedo...
Cuando algún pirata era herido, debía ser tratado por un cirujano-barbero que toda tripulación llevaba consigo. La heridas se desinfectaban con alcohol , y los miembros amenazados por gangrena se amputaban con la sierra del carpintero. Los muñones solían taparse con patas de palo o garfios metálicos hasta que el pirata pudiera conseguirse algo mejor. Y el barco estaba lleno de mutilados, pues si bien recibían una compensación económica, demasiado pronto se la gastaban, y no tenían otro remedio que embarcarse de nuevo.
Además, para no quedarse rezagados en materia de armas, debían atacar poblados costeros industriales continuamente.
Y es que la romántica aventura del pirata siempre suele terminar con la mutilación, la muerte o la pobreza...




VI
Rafael apenas tenía 32 años, pero ya llevaba diez en Concepción de la Vega como misionero y fraile franciscano. Se había alistado en las filas del Señor cuando era muy joven, en la etapa más álgida de sus ideales, cuando su devoción no conocía límites y su alma sólo escuchaba los mandatos de Dios. Desde entonces, había llovido mucho. Sus ojos habían presenciado horrores inimaginables, asesinatos, violaciones, almas corruptas, mentes perversas. Pero también había vivido  detalles, apenas perceptibles, de infinita belleza, hombres arrepentidos, milagros concedidos, pequeños hechos que le henchían el corazón y llenaban su vida de esperanza y vitalidad. Nunca había visto tanto horror ni belleza como en los diez años que llevaba en América...
El joven monje meditaba sentado en una piedra. Su túnica estaba sucia y desgastada, pero su fe permanecía intacta. A lo lejos se veía la silueta de Concepción. Conocía cada rincón, cada calle, cada habitante, como si hubiera vivido siempre allí. No en vano llevaba muchos años viviendo en aquel monasterio que, como en tantos lugares, habían construido los franciscanos (aunque este había sido el primero, fundado en 1495). Había convivido con indios, mulatos, mestizos, criollos, peninsulares, zambos y otros misioneros en absoluta armonía durante esos diez años. Y no necesitaba tener en frente la cruz para poder verla. ¿Quién no conocía la cruz de Concepción de la Vega?
Contaban los ancianos que Cristóbal Colón la había mandado construir cuando llegó a La Española en su segundo viaje, que hacía milagros y sanaba a los enfermos. Incluso los infieles la respetaban, pues, según se decía, unos fornidos negros habían intentado arrancarla hacía unos años, y ni tirando toda la noche la consiguieron siquiera ladear, de tal divinidad que había en ella. Él no había presenciado aún ningún milagro, pero tenía fe ciega en Dios y en la cruz...
Una pequeña india de apenas quince años pasó junto a Rafael, distrayéndolo. Llevaba una cesta y se dirigía a la playa a coger conchas. Él sabía que las indias eran muy buenas buceadoras. Sin ir más lejos, sus “primos”, los caribes, eran pescadores expertos...
Yuka saludó al hombre. Prácticamente era su padre, pues la había criado desde el día en que el auténtico se dejó morir, presa del dolor y del cansancio, víctima del desánimo, en una plantación de azúcar, muy cerca de Concepción de la Vega. Fray  Rafael la había ayudado mucho. Entonces Yuka se dio la vuelta y continuó caminando, sola, hacia las rocas.
Rafael miró con sus ojos soñadores un grupo de indios que estaban recogiendo azúcar. Había muchas plantaciones cerca de Concepción, y sobre todo en la costa, donde se encontraba ahora. Un oficial los vigilaba con la mano bien colocada en la empuñadura de una larga espada. Y sin embargo, muy pocas veces era necesario usarla...
Rafael sabía que los españoles habían sido muy duros con los indios y africanos. A más de uno habían abierto de los pies a la cabeza en inútiles guerras donde los indios poco más podían hacer que suplicar. A más de dos habían hecho trabajar hasta desfallecer en las minas. Derribaron a sus ídolos de los altares y prohibieron cualquier rito o ceremonia con los que  fuesen adorados; les arrebataron tierras y los vendieron como a ganado, pues era tan fácil someterles...Impotentes en la lucha y en el trabajo, se mostraban humildes, bien criados y serviciales, pero sobre todo fáciles de convertir. Veían a los cristianos adorar la cruz y lanzábanse ellos a repetir el gesto. Muchos se bapterizaron por los misioneros, otros por algunos cristianos, pero la gran mayoría murió antes de recibir la verdadera fe.
Los frailes no tenían la autorización del Sumo Pontífice para administrar libremente los sacramentos y tener a su cargo la doctrina de los indios que se convertían, ni tenían tampoco el  favor de los reyes para intervenir en los agravios que se les hacían.
Recordaba el escándalo que hacía unos años había protagonizado fray Bartolomé de las Casas. Hasta entonces, los aborígenes a los que él trataba de inculcar la verdadera fe habían sido tratados de manera innoble, vejatoria, cruel, inhumana. Entonces estalló la bomba, y el dominico alzó su voz, denunciando todo lo que veía, el horror que le producían semejante trato y explotación, como creyente y como ser humano, pues, aunque infieles, también eran hombres. Sin embargo, todo fue en vano, pues si bien ahora el rey reconocía el problema  como verdadero, el trato hacia los indios en poco se diferenciaba del de antaño.
Los misioneros habían jugado un papel muy importante en aquel cambio que no comenzaría a notarse hasta mucho más tarde. No se contentaban con predicar y adoctrinar a los naturales de las islas por medio de intérpretes, sino que recorrían las islas cercanas anteponiendo su deber moral y espiritual a la vida, la cual exponían en cada nuevo viaje. Rafael tenía el mismo espíritu aventurero y la voluntad de mártir que habían de poseer todos aquellos que abandonaban su país para dedicarse por entero a los demás, aquellos que vivían entre infieles, que debían aprender idiomas nuevos y a la vez enseñar a leer y escribir a los hijos de españoles e indios. Eran la avanzadilla del Evangelio... Y allí estaba Rafael, sentado en una gran roca, meditando. Quedaba tanto por hacer... Aquellos aborígenes distaban mucho todavía de ser civilizados, pero él resistiría. No abandonaría aquel lugar ni aquella causa hasta que hubiera cumplido con Dios, con ellos, con él mismo, así tuviera que morir lejos de España. Entonces, lentamente, se levantó, y encaminó sus pasos hacia donde, dulcemente, se empezaba a poner el sol.





VII
Un frío atardecer de  Octubre, María les confesó que era la dueña de unas grandes plantaciones de azúcar en el Nuevo Mundo. Los dos muchachos se sorprendieron, aunque siempre habían sabido que se trataba de una chica especial. Al principio no le dieron mucha importancia, pues de nada servía pensar en lo que podía haber sido y no era, sino para causar dolor. Pero poco a poco, a la mente de Román fue acudiendo una idea . Al principio la rechazó por peligrosa y prácticamente imposible. Pero esa idea se negaba a abandonarle, y se clavaba cada vez con mayor persistencia en el fondo de su mente. ¿Y si se escapaban? Sería muy difícil, pero cualquier riesgo sería preferible a la seguridad de estar condenado a vivir entre las sombras de la ilegalidad, en una semiesclavitud odiosa, con la muerte acechando a cada instante, o por mano de los piratas o gracias a  algún barco enemigo que les diese alcance...
-No contéis conmigo para tamaña empresa-, declaró con seguridad María.- Y no os permitiré que lo hagáis. No me perdonaría que os pasase algo... Aunque haya de ser en tan detestables condiciones, hemos de seguir juntos-. Miró a Diego con sus ojos tristes.- Os matarían... Y yo ya no podría vivir sin vos. Os amo..
Mientras Diego abrazaba a la muchacha, emocionado, (era la primera vez que ella le mostraba sus sentimientos; él lo había hecho hacía mucho...), Román se levantó enfurecido. Su ánimo no estaba para romanticismos. A él no le convencería. Estaba ya demasiado involucrado en aquel plan...
-Me sorprendéis, mi señora. No creía que os fuera grato el trato con hombres sanguinarios. En cualquier caso, yo no hallo placer alguno, y no pienso quedarme en este barco trabajando para esos malditos ingleses. No dejé mi patria para acabar limpiando las botas a  un traidor. Me niego a acabar mis días en este horrible lugar. Por Dios que antes prefiero morir mil veces que no intentar marcharme tan sólo una. – dijo Román, alejándose de ellos.
Pero tras las promesas de amor eterno de Diego, de la posibilidad de iniciar una vida en común, lejos del horror de aquel barco, la posibilidad de ser felices , el corazón de la muchacha vibró con una fuerza inusitada, y decidió llevar a cabo cada uno de los planes de Román. El recuerdo de su padre le dio fuerzas. Tampoco ella quería limpiar las botas a aquel maldito capitán, ni a ningún miembro de su espantosa tripulación.... Decididamente no.

Apenas dos semanas después de aquello, se presentó la ocasión que tanto habían deseado. Aquella mañana habían atrapado un barco español cargado de patatas y maíz. Había sido un golpe magnífico, pues apenas habían perdido un par de hombres, y las ganancias derivadas de vender aquello serían bastante considerables. Tan contentos estaban, que empezaron a beber antes de lo habitual. Trajeron multitud de barriles de la bodega, y al esconderse el sol, comenzaron a llenar infinidad de vasos desgastados por un uso desmesurado. Todos debían beber, a excepción de la joven dama. ¡Y todos bebían! Tan alegres estaban que nadie se dio cuenta de que los vasos de Diego y Román permanecían sospechosamente intactos. Nadie, salvo uno de los negros que habían escapado de La Sevillana, un negro que no paraba de
 mirarlos.
Un par de horas después, todos yacían en el suelo, algunos inconscientes, otros simplemente dormidos. Y los tres jóvenes se levantaron sigilosamente, dirigiéndose hacia uno de los botes que se guardaban en el barco.

Mientras Diego y María desataban los nudos que apresaban la barca, Román permanecía de pie, vigilando. Cerró los ojos un instante. Los había forzado demasiado aquella noche... Cuando fue a abrirlos, descubrió ante él al africano, mirándolo. No había ningún rastro de ebriedad en sus ojos negros...
Román le sostuvo la mirada. Sabía que si aquel hombre daba la alarma todo estaría perdido, incluso la propia vida...Mas no vio peligro en aquellos ojos desencantados. Creyó reconocer en ellos la esperanza... Tras él, Diego y María, que habían dejado de deshacer los nudos, le observaban asustados.
El africano miraba alternativamente a Román y a sus amigos. Algo en su interior le decía que debía unirse a ellos, escapar de allí  para recuperar la libertad que, sin ningún derecho, le habían arrebatado. Y sin querer, su mente vagó hacia África, de donde había salido muchos meses atrás, sin saber a dónde iba, pero con la certeza de que aquella cadena que le sujetaba piernas y manos no sería provisional.
Centenas de hombres como él habían sido arrancados de sus hogares por los europeos con el único fin de conseguir mano de obra para trabajar fundamentalmente el azúcar, el café, el tabaco, el algodón, el arroz y la minería en sus colonias americanas. Eran tratados como animales, sin respetar ninguno de sus derechos, sin dar tregua a su trabajo, causando un importante bajón demográfico en África, y una mortandad extrema entre estos jóvenes esclavos. A finales del siglo XIX, diez millones de africanos habían sido esclavizados y deportados rumbo a América.
Muchos se dejaban morir presas del desánimo y la depresión, además de por el extremo desgaste físico. Sólo los más fuertes consiguieron sobrevivir, pero no fue hasta mucho después de la abolición de la esclavitud cuado estos hombres pudieron regresar a sus países. La mayoría ya se había refugiado hacía mucho tiempo en las montañas, creando los movimientos cimarrones. Pero eso sería mucho después...
Ahora, el africano sólo pretendía marcharse de ese barco y huir muy lejos, allá donde no existiesen las cadenas. Ahora era su momento. No podía, no debía dejarlo escapar. Libre había nacido y libre habría de morir...
-¿Qué quieres, negro?-, le preguntó Román, sacándolo de sus pensamientos.
Pero aquel africano no hablaba español, así que decidió hacerse entender con signos. Señaló la barca y se señaló él mismo, repitiendo el gesto hasta que Román, con una sonrisa benevolente, asintió con la cabeza.
-Puedes subir-, le dijo.
Unos minutos después, cuatro jóvenes se alejaban de aquel barco pirata, desconocedores de lo que habría de acontecerles, pero seguros de que las aguas turbias quedaban por siempre atrás...




VIII
La barca avanzaba con dificultad por un mar picado, y sin embargo, aquel bote parecía seguro, a pesar de estar hecho con un par de tablones de madera carcomida. La noche los protegía, pero Román estaba asustado. Nunca había tenido tanto miedo... ¿Y si, después de todo, nunca llegaban a tierra?
A su lado, María y Diego dormían abrazados, protegiéndose mutuamente. Hacía tiempo que eran novios formales, y se comportaban como tal. Era muy difícil encontrar al uno sin el otro, de tanto que necesitaban aquella compañía... El africano estaba sentado,  mirando con ojos vidriosos hacia el horizonte, aunque no pudiera distinguir nada. Daba la impresión de ser una estatua que observa impávida el renacer de los tiempos... Y Román permanecía recostado, intentando conciliar un sueño que se le antojaba demasiado esquivo. Y es que sólo podía ver nubes negras a su alrededor...
Contaban los marinos que las sirenas habitaban aquellas aguas, que eran hermosas y cantaban muy delicadamente, cuan ángeles. Decían que, al verlas, sus cantos melodiosos se trocaban en maldiciones demoníacas, y todos sus rasgos se deformaban hasta causar horror... “Guárdate de estar allí cuando canten las sirenas”, había oído Román en La Sevillana.  Y ahora, inconscientemente, las veía cada noche frente a él, atormentándole. Mas al llegar el
día, las sombras se disipaban y volvía a recuperar la esperanza.
Los días se sucedían lentamente, y la comida que María había cogido de la cocina del barco pirata empezaba a escasear. No habían previsto al africano, y aquella travesía comenzaba a hacerse demasiado larga. Cada vez se respiraba más pesimismo en aquella barca a la deriva. Tan sólo el africano conservaba la misma aparente calma... Y las fuerzas comenzaron a faltar, los ánimos flaqueaban, la comida se agotaba y el mar no mostraba señal alguna de tener un fin. La muerte comenzó a ser un pensamiento constante y venenoso que , de seguir así, muy pronto podría hacerse realidad.
Y entonces, una tarde cálida y seca, cuando el hambre les oprimía el estómago, la sed quemaba en la garganta y la desesperanza se había instalado ya en el fondo de su corazón, cuando ya ni siquiera las palabras ayudaban, divisaron a lo lejos, hacia el oeste, una leve montaña, el verdor de la vegetación y una hermosa playa de arena blanca. La alegría puso alas a sus manos, y remaron como si aún quedaran fuerzas en sus cuerpos derrotados, como si nunca se hubieran dado por vencidos, como aquel que, después de darlo todo por perdido, ve nacer de nuevo la esperanza. Porque eso era lo único que no habían terminado de perder nunca.

Yuka buceaba entre las rocas buscando conchas. Si bien no se ganaba mucho con ellas, al menos no tenía que dejarse la piel en aquellos odiosos campos... Se sumergió y busco con ahínco entre los peces de colores que la rodeaban. Entonces, cuando descubrió una concha enorme, el aire faltó a sus pulmones y hubo de subir a respirar. Pero ya no bajaría más, pues al salir a la superficie descubrió una barca dirigiéndose inexorable hacia ella.
Salió corriendo del agua, tan desnuda como iba, sin pudor alguno, y los miró desde la distancia con un atisbo de miedo reflejado en sus ojos. Sabía que los piratas, filibusteros, bucaneros y corsarios gustaban de atacar los poblados pesqueros, pero aquellos extraños sólo eran cuatro, y no llevaban arma alguna... Los vio descender. Primero bajó un africano, negro como la pez, con pasos firmes y mirada seria. Después lo hizo una chica hermosísima, de cabellos sucios y enmarañados, y, por último, los dos jóvenes, igual de desastrados que el resto. El africano miró al cielo y musitó una plegaria en su lengua extraña; la chica y el más alto de los jóvenes se besaron tiernamente, felices, renovados, mientras el agua bañaba su pies desnudos; y el otro chico se tiró al suelo y besó la arena, empañada ya de lágrimas de felicidad. Entonces la miró.
Yuka se sintió enrojecer. Algo en su interior se agitaba con una fuerza inusitada, como jamás había experimentado al mirar a otro joven. Sentía una atracción irresistible hacia aquellos ojos oscuros que tanto sabían decir sin mediar palabras. Y por primera vez en toda su vida, sintió vergüenza de su desnudez...

Román besó la tierra, incrédulo. Todavía no podía creer lo que sus manos hacía rato ya palpaban. Al fin sus plegarias habían sido escuchadas. Al fin su suerte había cambiado... Se sentía morir de felicidad... Entonces alzó la vista y descubrió a una india  mirándolo, de pie, desnuda, serena. Era una muchacha exuberante, de proporciones perfectas y piel morena. La cabellera mojada le llegaba hasta las rodillas y sus ojos despedían fuego. Román se dijo que jamás había conocido muchacha más bella, y sonrió, pues algo le decía que aquella chica habría de jugar un papel muy importante en su vida. Supo que éste y no otro era el sitio en el que debía arribar...
Se levantó pesadamente y se acercó a ella.
-¿Quién sois?-, preguntó, temerosa, la muchacha.
-Españoles-, se limitó a responder Román.
Yuka les miró. El africano suplicaba con la mirada, la chica se colocaba un anillo de oro, un sello, en su mano derecha; el muchacho alto esperaba con sencillez, y Román sonreía, tranquilizándola. Decididamente, no creía ver peligro en ellos, así que habló.
-Seguidme. Os llevaré con fray Rafael. Él sabrá qué hacer.
Muchos kilómetros atrás se agitaba, convulsa, España, y en un mar embravecido navegaba un barco pirata. Pero a ellos ya no les importaba eso, pues Yuka, tras coger sus harapos del suelo, les mostraba el camino, mientras el sol terminaba de desaparecer entre las tenues montañas que se divisaban a lo lejos. El camino se presentaba duro, pero grato, como la victoria misma, un camino lleno de luz y esperanza. Caminaban despacio, deleitándose en cada forma, en cada promesa. Y es que, en realidad, ninguno de ellos tenía prisa. Por fin disponían del resto de sus vidas...